viernes, 28 de octubre de 2011

Ideología y utopía hoy


La imaginación y la capacidad de soñar son el aderezo de la libertad. Sin ella, toda receta quedaría gris y sabría a tristeza. Juntas, libertad e imaginación, forman la pasta con la que el hombre construye su mundo, modifica su cultura y piensa el futuro. Una de las formas más extendida de pensar ese futuro en occidente hunde sus raíces en Platón y pasa por Tomás moro, San Agustín, Proudhon, Saint-Simon, y hasta el mismo Marx: hablamos de la utopía. Imaginar y concebir el mundo libre de pecado, libre de dominación, opresión y miseria ha inspirado las mentes de intelectuales y pensadores de todo tiempo, signo político y condición.

Perseguirla entendiendo la utopía como reinvención de la política y hasta del propio ser humano parece algo atemporal. Y casi siempre, con el beneplácito o no de los filósofos del momento, el proyecto se legitima echando mano de la filosofía. Sin embargo, hace tiempo que se habla de la renuncia a la totalidad. Escribía T. Adorno en Para qué la filosofía (1962) que “la filosofía que se plantease todavía como total, en cuanto sistema, llegaría, sí, a ser un sistema, pero de delirio”. Al escribir esto, Adorno tenía en mente todas las traumáticas experiencias acaecidas entre 1914 y 1945. Por entonces, buena parte de la puesta en marcha de los engranajes que convirtieron Europa en un montón de escombros y cadáveres venía motivada por cosmovisiones integrales en las que el hombre, la sociedad y la economía formaban parte de un todo en el que nada se escapaba. Todo tenía su razón de ser o en su defecto, todo la tendría. No había lugar a la duda, solo a la verdad . Sin embargo, no solo la experiencia de comprobar cómo los hombres pueden ser absorbidos por cosmovisiones totales y conducidos al desastre es suficiente para plantear dudas sobre una filosofía de la totalidad, sino que la propia marcha de la filosofía no auguraba un buen futuro a las filosofías del todo desde Nietzsche. En un mundo cada vez más fragmentado e inabarcable, donde la experiencia y la conciencia humana se comenzaban a diversificar  más allá de los corsés epistemológicos y metafísicos modernos, surgió el "fragmento" y el “filosofar a martillazos”. Si la multiplicidad y el cambio hacían que todo se escapara de entre las manos de filósofos y sociólogos, no resulta raro que se produjera el salto a la filosofía del fragmento, defenestrando finalmente a la totalidad, al sistema. Es posible que Niezsche no fuera el primero en darse cuenta de esto, pero si fue el primero que pensó teniendo en cuenta esto con toda su radicalidad. Desde ese momento, las cosas en la filosofía ya no serían iguales.

¿Pero por qué la utopía sigue siendo hoy día algo tan atractivo?. Porque pesar de las enormes llagas que debe soportar el concepto, parece que resiste al paso del tiempo. Ciertamente, sin ella se rompe una dinámica que arrastra nuestra manera de pensar desde nuestros orígenes como cultura. ¿Será que no podemos soportar la marcha de las cosas sin utopía? Es cierto que el componente esperanzador se puede desvanecer, pero ¿estamos seguros que las esperanzas han estado (y están) bien situadas?. Pensar que una ristra de principios de orden superior gobiernan al mismo tiempo el orden económico, social y político con la misma fuerza es completamente inactual. No solo porque ello resulte un enorme salto al vacío, sino porque a la luz de lo aprendido (si es que la historia es un vehículo de aprendizaje) la soberbia no es buena compañera de viaje. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), Niezsche nos comenta:

No hay nada en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que no se hinche como una bota con un mínimo soplo de aquélla fuerza del conocimiento; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los hombres, el filósofo, es totalmente de la opinión de que, desde todas las partes, los ojos del universo están dirigidos telescópicamente a sus obras y pensamientos.

El particular escepticismo de Niezsche lo dejaremos para otra ocasión. Lo que resulta interesante para este propósito es el desenmascaramiento de una actitud que podemos verla ejemplificada en las doctrinas de Leibnitz, las cuales pregonaban una teodicea racional en la que, sin importar la locura, la segregación, la enfermedad, la guerra y la miseria se vivía, literalmente, “en el mejor de los mundos posibles” (1715). Esta es la actitud del filósofo que ha llegado a la meta. Para esta clase de filósofo no hay mucho más a partir de las lineas rojas por él marcadas. Pero lo realmente inquietante no es la aparición de muros irrompibles y fuerzas irresistibles, sino la irrupción del experto y el demagogo, pues estos suelen ser, como se dice en nuestro país, “más papistas que el papa”. La soberbia del filósofo se transmuta entonces en un delirio en el que todo tiene su lugar. Por eso, con una utopía bien consolidada ideológicamente, y si se ponen las condiciones para ello, la dominación sin cortapisas de ningún género tiene el terreno abonado.

No importa demasiado si el objetivo es oponerse sin más, pretendiendo sustituir un orden por otro, una utopía por otra (en términos actuales, un sistema por otro), porque si no hay una finalidad crítica, el discurso que tendemos delante será pura ideología con un buen lavado de cara. Su objetivo será legitimar un orden (porque deslegitimar un orden para implantar otro también es legitimar un orden, el propio en este caso), y no se irá más lejos de un mero cambio de roles y un cambio en la red de poder y dominación. El bienintencionado militante hablará de justicia, de igualdad, de derechos, pero también hablará de verdades empuñando el sable del filósofo o teórico de turno. El bienintencionado militante entonces delira, delira de utopía y delira de sistema.

La esperanza no es cosa de la filosofía. La filosofía es crítica.

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