Cuenta la mitología clásica que
circundando la vieja ciudad de Tebas, una criatura acechaba a los
caminantes para formularles acertijos. Las terribles preguntas
planteadas eran, literalmente, una cuestión de vida o muerte, pues
el pobre caminante que no supiera responder, era devorado sin piedad
por la esfinge. En cierta medida la encrucijada de la esfinge, en la
que uno se jugaba la vida, da buena cuenta de de nuestra fijación
por las respuestas. Así, la resolución de enigmas acompaña nuestra
cultura desde su génesis. Parecemos perseguidos por un fantasma que
nos empuja hacia la salida del laberinto. La historia de esta esfinge
tiene un fin dentro de la mitología cuando la criatura, tras
encontrar el joven Edipo solución a su acertijo, acaba perdiendo la
razón y en consecuencia, buscando la muerte arrojándose por un
precipicio. La figura de la esfinge, la reina de los acertijos y las
preguntas, cae derrotada por el astuto hombre, que encuentra la
manera de “deshacer el lío”. De esta manera, la esfinge
encuentra su final por falta de sentido, pues ya no importa si, como
cuentan otras versiones, simplemente se marcha al ver resuelto su
acertijo, sino porque su razón de ser ha sido del todo extinguida.
Su lugar en el mundo es estar fuera de él. El ser humano como
“respondedor” hace entonces aparición. Nuestra cultura,
eminentemente especulativa, ha seguido la estela de Edipo hasta
nuestra actual “cultura de la respuesta”, en la que la esfinge,
tal cual aparece en el mito, ya no lo encontramos por ninguna parte.
El cambio fundamental es que ya no hay temor a que la propia pregunta
“se nos coma”.
Hoy, con la muerte de la esfinge como
telón de fondo, encontramos que el hombre entrenado para responder
ha sido criado a base de un decrépito academicismo en el que la
exigencia de respuestas ya no vienen de la esfinge que plantea líos
y enigmas en los que al hombre le va la vida, sino de un mundo que
exige de nosotros la linealidad de una calculadora y la rectitud de
una enciclopedia. Día a día, estamos obligados a responder porque
estamos obligados a actuar en un mundo muy distinto de la vieja
Tebas, en el que uno ya no es una hormiga en un hormiguero, sino más
bien un grano de arena en el desierto. La esfinge aquí ya no tiene
sentido por dos motivos: no hay que preguntar, hay que hacer y, todas
las preguntas, si no tienen respuestas, las tendrán. Es cuestión de
tiempo y de expertos. Ahora bien, el hecho de que no haya esfinge no
significa que no haya temor. La “cultura de la respuesta” es
enormemente coactiva. Si uno no aprende bien pronto todos los datos
y no responde adecuadamente, el desplazamiento es instantáneo y se
hace (obviamente) sin preguntas. En este caso no nos come la esfinge,
nos come el propio entorno. Si, como hemos dicho, las respuestas no
están a nuestro alcance, reina el supuesto de que las preguntas
tendrán solución. Los líos de la esfinge ya no caben por ninguna
parte porque a diferencia de las cuestiones planteadas en las
tragedias griegas, los hombres siempre tienen a mano la calculadora
para “medir” las opciones en juego. Lo siniestro en todo esto es
que dentro de esta lógica las tensiones intraculturales que subyacen
a multitud de problemas terminan desactivadas al plantearse como
burdas disyuntivas: ¿Desea usted lavarse los dientes con Signal o
Colgate? ¿Desea usted un piso o un dúplex? ¿Cuánto de bueno es
esto o aquéllo? ¿Está usted a favor de una invasión a Irán o
descafeinado? ¿Derechos humanos o de pollo?. Nunca hay, por
consiguiente, nada que falle en la manera de plantear las cosas. Solo
hay que calcular y responder para decidir.
Esta “cultura de la respuesta”
mediatiza fuertemente al sujeto. El sujeto actúa con mucha
frecuencia como si su respuesta fuera significativa a la hora de
resolver las disyuntivas que tiene enfrente. Y es cierto, en sentido
estricto significado tienen (sin duda, la respuesta está ajustada a
la pregunta): si las respuestas se conviertieran en cursos de acción
más de uno acaba comiéndose una hamburguesa de pollo con café
descafeinado o acabar con un balazo en la cabeza. La cuestión
estriba en que el sujeto está fuertemente coartado para responder,
no para devolver la pregunta (En los exámenes, ¿qué se puntúa,
las respuestas o las preguntas? ¿Cuántas matrículas ha sacado
usted haciendo preguntas en un examen?). La esfinge tenía sentido
cuando las gentes iban a ver representaciones en las que los hombres
entendían que las situaciones que tenían delante podían superar
sus propias categorías legales, morales e incluso culturales. Los
hombres de las tragedias de Sófocles sabían que debajo las dos
opciones latía algo serio. Sin duda, las gentes se iban de allí
sabiendo que posiblemente elegirían una de las opciones, pero sabían
de sobra que algo chirriaba en todo aquéllo, que de alguna manera
todo aquéllo les superaba. Sin esfinge, no hay enigmas ni tensiones.
El hombre de hoy ha tomado distancia de todo esto y como mucho,
siente ignorancia cuando no conoce las respuestas. Unos escogerán
Colgate, otros descafeinado y otros sentirán vergüenza y se
encogerán de hombros esperando reprimenda. Serán pocos los que
oigan dentro de si los ecos desde Tebas y con el precipicio a la
espalda se transmuten en esfinges.
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