jueves, 22 de diciembre de 2011

Rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave

Cuenta la mitología clásica que circundando la vieja ciudad de Tebas, una criatura acechaba a los caminantes para formularles acertijos. Las terribles preguntas planteadas eran, literalmente, una cuestión de vida o muerte, pues el pobre caminante que no supiera responder, era devorado sin piedad por la esfinge. En cierta medida la encrucijada de la esfinge, en la que uno se jugaba la vida, da buena cuenta de de nuestra fijación por las respuestas. Así, la resolución de enigmas acompaña nuestra cultura desde su génesis. Parecemos perseguidos por un fantasma que nos empuja hacia la salida del laberinto. La historia de esta esfinge tiene un fin dentro de la mitología cuando la criatura, tras encontrar el joven Edipo solución a su acertijo, acaba perdiendo la razón y en consecuencia, buscando la muerte arrojándose por un precipicio. La figura de la esfinge, la reina de los acertijos y las preguntas, cae derrotada por el astuto hombre, que encuentra la manera de “deshacer el lío”. De esta manera, la esfinge encuentra su final por falta de sentido, pues ya no importa si, como cuentan otras versiones, simplemente se marcha al ver resuelto su acertijo, sino porque su razón de ser ha sido del todo extinguida. Su lugar en el mundo es estar fuera de él. El ser humano como “respondedor” hace entonces aparición. Nuestra cultura, eminentemente especulativa, ha seguido la estela de Edipo hasta nuestra actual “cultura de la respuesta”, en la que la esfinge, tal cual aparece en el mito, ya no lo encontramos por ninguna parte. El cambio fundamental es que ya no hay temor a que la propia pregunta “se nos coma”.

Hoy, con la muerte de la esfinge como telón de fondo, encontramos que el hombre entrenado para responder ha sido criado a base de un decrépito academicismo en el que la exigencia de respuestas ya no vienen de la esfinge que plantea líos y enigmas en los que al hombre le va la vida, sino de un mundo que exige de nosotros la linealidad de una calculadora y la rectitud de una enciclopedia. Día a día, estamos obligados a responder porque estamos obligados a actuar en un mundo muy distinto de la vieja Tebas, en el que uno ya no es una hormiga en un hormiguero, sino más bien un grano de arena en el desierto. La esfinge aquí ya no tiene sentido por dos motivos: no hay que preguntar, hay que hacer y, todas las preguntas, si no tienen respuestas, las tendrán. Es cuestión de tiempo y de expertos. Ahora bien, el hecho de que no haya esfinge no significa que no haya temor. La “cultura de la respuesta” es enormemente coactiva. Si uno no aprende bien pronto todos los datos y no responde adecuadamente, el desplazamiento es instantáneo y se hace (obviamente) sin preguntas. En este caso no nos come la esfinge, nos come el propio entorno. Si, como hemos dicho, las respuestas no están a nuestro alcance, reina el supuesto de que las preguntas tendrán solución. Los líos de la esfinge ya no caben por ninguna parte porque a diferencia de las cuestiones planteadas en las tragedias griegas, los hombres siempre tienen a mano la calculadora para “medir” las opciones en juego. Lo siniestro en todo esto es que dentro de esta lógica las tensiones intraculturales que subyacen a multitud de problemas terminan desactivadas al plantearse como burdas disyuntivas: ¿Desea usted lavarse los dientes con Signal o Colgate? ¿Desea usted un piso o un dúplex? ¿Cuánto de bueno es esto o aquéllo? ¿Está usted a favor de una invasión a Irán o descafeinado? ¿Derechos humanos o de pollo?. Nunca hay, por consiguiente, nada que falle en la manera de plantear las cosas. Solo hay que calcular y responder para decidir.

Esta “cultura de la respuesta” mediatiza fuertemente al sujeto. El sujeto actúa con mucha frecuencia como si su respuesta fuera significativa a la hora de resolver las disyuntivas que tiene enfrente. Y es cierto, en sentido estricto significado tienen (sin duda, la respuesta está ajustada a la pregunta): si las respuestas se conviertieran en cursos de acción más de uno acaba comiéndose una hamburguesa de pollo con café descafeinado o acabar con un balazo en la cabeza. La cuestión estriba en que el sujeto está fuertemente coartado para responder, no para devolver la pregunta (En los exámenes, ¿qué se puntúa, las respuestas o las preguntas? ¿Cuántas matrículas ha sacado usted haciendo preguntas en un examen?). La esfinge tenía sentido cuando las gentes iban a ver representaciones en las que los hombres entendían que las situaciones que tenían delante podían superar sus propias categorías legales, morales e incluso culturales. Los hombres de las tragedias de Sófocles sabían que debajo las dos opciones latía algo serio. Sin duda, las gentes se iban de allí sabiendo que posiblemente elegirían una de las opciones, pero sabían de sobra que algo chirriaba en todo aquéllo, que de alguna manera todo aquéllo les superaba. Sin esfinge, no hay enigmas ni tensiones. El hombre de hoy ha tomado distancia de todo esto y como mucho, siente ignorancia cuando no conoce las respuestas. Unos escogerán Colgate, otros descafeinado y otros sentirán vergüenza y se encogerán de hombros esperando reprimenda. Serán pocos los que oigan dentro de si los ecos desde Tebas y con el precipicio a la espalda se transmuten en esfinges.  

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