viernes, 17 de febrero de 2012

La piedra de esmeril se calienta

A estas alturas de la película, mucho tiempo después de las elecciones, los ciudadanos ya pueden estar bien seguros de la dirección que toman las cosas en los asuntos que entonces quedaban oscuros. Aunque siendo sincero, pienso que ya se decían sin decir muchas cosas que hoy vienen a confirmarse. Pero este no es el tema, pues hay algunas cuestiones que aún quedan envueltas en la sombra y la incertidumbre. Voy echar mano de Hobbes para ilustrar uno de los problemas que atenaza con fuerza el curso de la actualidad en nuestro país. Violencia y Estado.

El leviatán era la forma en que el estadista Thomas Hobbes se figuraba al Estado: un enorme monstruo constituido sobre la base de un pacto entre todos que poseía poder absoluto. Posiblemente pensó en un monstruo mitológico para inspirar la idea del poder casi ilimitado de lo sobrenatural e imaginó al gobernante electo como el cerebro de dicho monstruo. La idea fundamental es que para protegernos del poder y la ambición que cada uno de nosotros llevamos dentro, las gentes se comprometen a dejar de lado cualquier género de violencia a nivel particular para entregar todo derecho de hacer uso de la violencia para reparar cualquier desmadre en manos del gobernante. El gobernante pues, tiene carta blanca para encauzar las cosas. Toda su legitimidad reside en el pacto de los ciudadanos que han decidido que él sea el que justa y sabiamente, en conformidad con lo pactado (la ley), reparta las cargas y los castigos. Ha llovido bastante desde Hobbes y obviamente, esta forma absolutista de entender y hacer justicia ha quedado algo atrás. Sabemos de sobra que cualquier violencia debe tener una sólida base para ser justificable y que no hay lugar para la arbitrariedad en la acción del Estado. En este sentido, hay algunos puntos que pueden ilustrar cómo los gobiernos autoritarios, caracterizados por una enorme desconexión ente el nivel sistémico-administrativo y la propia sociedad civil suelen tener problemas para impartir justicia, responsabilidades y sanciones y cuáles son los problemas que se derivan de esto en la teoría de Hobbes. Cuando la sociedad se haya desconectada del aparato que pretende ser algo creado para protegerle, el leviatán ya no es un monstruo al que respetar porque ya no nos asegura tranquilidad, sino miedo. La vieja URSS, la Alemania nazi, los regímenes autoritarios de la España de Franco y de la Italia de Mussolini acabaron destilando en algún punto de su historia algún episodio que pone de manifiesto cómo el Estado no puede llevar a cabo lo que Max Weber llamó “monopolio de la violencia legítima” por mucho que la ley lo contemple y las circunstancias parezcan requerirlo. Como bien sabemos, el poder absoluto llega a resultar insostenible cuando la acción del leviatán genera miedo, puesto que la posibilidad de que ese miedo se transforme en ira que termine por destruir al propio leviatán es muy alta. Por su propia naturaleza, el poder absoluto llega a ser autodestructor. En vista de evitar la muerte del leviatán y lo que Hobbes llamó "la guerra de todos contra todos", los leviatanes de hoy son mucho menos autoritarios y bastante más dinámicos, inclusivos y participativos.

Con todo, puesto que estas teorías se hayan en la base de los estados nacionales (cuya esencia perdura hoy a pesar de todo cambio), a veces se ve entre las ranuras de las modernas constituciones y formas que adopta la administración algunos de los viejos problemas que creíamos haber solucionado con nuestros regímenes democráticos. El problema de la desconexión entre la sociedad y la clase política no se va esfumar jamás, aunque unas elecciones cada cuatro años y una oferta política que presume ser plural y abierta lo pretendan. En todo caso, esa desconexión va a ser mitigada y a hacerse soportable. Hoy, esta cuestión se agrava notablemente cuando nos encontramos en un contexto global en el que la acción del leviatán se reduce al baile internacional. El ciudadano pierde fe en su leviatán, que se haya mermado a la vez que desconfía de las influencias externas. Ambas cosas, tanto la pérdida de fe en la capacidad del Estado como la desconfianza de la influencia que ejerce el contexto internacional son fuente de incertidumbre, desconfianza y miedo. El cóctel es bastante delicado y se torna volátil en los actuales avatares socio-económicos: una marea de datos incomprensibles que finalmente dejan al ciudadano en la calle, sin mucho futuro y con nulas perspectivas de bienestar social. A punto de que nos estalle en la cara, a las puertas de una huelga general, el problema de la violencia en el seno del Estado se nos viene encima.

Algunos, recordando a Hobbes, entienden que la mayoría absoluta puede resultar cómoda, pero sabemos que llevar a cabo una política de rumbo fijo puede resultar sangrante para los dueños del poder. En el caso de Grecia, el poder es mucho menos estable y sin embargo, la violencia y el caos que se adueñan de las calles me llena de estupor. Aquí ya hemos visto algún amago de lo que parecen ser maniobras de calentamiento por parte de las fuerzas del orden. De hecho, hoy he visto en la prensa a una chica de no más de 14 años siendo zarandeada por un policía en mitad de una protesta en contra de los recortes en educación del Consell y por la situación de absoluta ruina de la hacienda valenciana. Si hay un serio problema de desconexión entre la sociedad civil y la política, si tenemos un serio problema de credibilidad de cara a nuestras instituciones se deben aspirar a mayores cotas de permeabilidad social y pedagogía política. Si esto no es posible, dentro de la enorme incertidumbre que se vive, es posible que la calle, con razón o si ella, se incendie llegando a plantear el dilema del uso de la violencia, con el consiguiente efecto autodestructor y trágico que puede tener ¿Qué clase de estabilidad se puede generar si el poco poder que ahora ostenta el leviatán lo usa sacando las garras contra sus valedores? Pero ¿qué hacer si se prende la mecha y se produce la ignición de la calle?

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