A estas alturas de la película, mucho
tiempo después de las elecciones, los ciudadanos ya pueden estar
bien seguros de la dirección que toman las cosas en los asuntos que
entonces quedaban oscuros. Aunque siendo sincero, pienso que ya se
decían sin decir muchas cosas que hoy vienen a confirmarse. Pero
este no es el tema, pues hay algunas cuestiones que aún quedan
envueltas en la sombra y la incertidumbre. Voy echar mano de Hobbes
para ilustrar uno de los problemas que atenaza con fuerza el curso de
la actualidad en nuestro país. Violencia y Estado.
El leviatán era la forma en
que el estadista Thomas Hobbes se figuraba al Estado: un enorme monstruo
constituido sobre la base de un pacto entre todos que poseía poder absoluto. Posiblemente pensó en un monstruo mitológico para
inspirar la idea del poder casi ilimitado de lo sobrenatural e imaginó al
gobernante electo como el cerebro de dicho monstruo. La idea fundamental
es que para protegernos del poder y la ambición que cada uno de
nosotros llevamos dentro, las gentes se comprometen a dejar de lado
cualquier género de violencia a nivel particular para entregar todo
derecho de hacer uso de la violencia para reparar cualquier desmadre
en manos del gobernante. El gobernante pues, tiene carta blanca para
encauzar las cosas. Toda su legitimidad reside en el pacto de los
ciudadanos que han decidido que él sea el que justa y sabiamente, en
conformidad con lo pactado (la ley), reparta las cargas y los
castigos. Ha llovido bastante desde Hobbes y obviamente, esta forma
absolutista de entender y hacer justicia ha quedado algo atrás.
Sabemos de sobra que cualquier violencia debe tener una sólida base
para ser justificable y que no hay lugar para la arbitrariedad en la acción del Estado. En este sentido, hay algunos puntos que pueden ilustrar cómo
los gobiernos autoritarios, caracterizados por una enorme desconexión
ente el nivel sistémico-administrativo y la propia sociedad civil
suelen tener problemas para impartir justicia, responsabilidades y
sanciones y cuáles son los problemas que se derivan de esto en la teoría de Hobbes. Cuando la sociedad se haya desconectada del aparato que
pretende ser algo creado para protegerle, el leviatán ya no es un
monstruo al que respetar porque ya no nos asegura tranquilidad, sino
miedo. La vieja URSS, la Alemania nazi, los regímenes autoritarios
de la España de Franco y de la Italia de Mussolini acabaron
destilando en algún punto de su historia algún episodio que pone
de manifiesto cómo el Estado no puede llevar a cabo lo que Max Weber
llamó “monopolio de la violencia legítima” por mucho que la ley
lo contemple y las circunstancias parezcan requerirlo. Como bien
sabemos, el poder absoluto llega a resultar insostenible cuando la
acción del leviatán genera miedo, puesto que la posibilidad de que
ese miedo se transforme en ira que termine por destruir al propio leviatán es muy alta. Por su propia naturaleza, el poder
absoluto llega a ser autodestructor. En vista de evitar la muerte del leviatán y lo que Hobbes llamó "la guerra de todos contra todos", los leviatanes de hoy
son mucho menos autoritarios y bastante más dinámicos, inclusivos y
participativos.
Con todo, puesto que estas teorías se
hayan en la base de los estados nacionales (cuya esencia perdura hoy a
pesar de todo cambio), a veces se ve entre las ranuras de las
modernas constituciones y formas que adopta la administración
algunos de los viejos problemas que creíamos haber solucionado con
nuestros regímenes democráticos. El problema de la desconexión
entre la sociedad y la clase política no se va esfumar jamás,
aunque unas elecciones cada cuatro años y una oferta política que
presume ser plural y abierta lo pretendan. En todo caso, esa desconexión va a ser mitigada y a hacerse soportable. Hoy, esta cuestión se agrava notablemente
cuando nos encontramos en un contexto global en el que la acción del
leviatán se reduce al baile internacional. El ciudadano
pierde fe en su leviatán,
que se haya mermado a la vez que desconfía de las influencias
externas. Ambas cosas, tanto la pérdida de fe en la capacidad
del Estado como la desconfianza de la influencia que ejerce el
contexto internacional son fuente de incertidumbre, desconfianza y
miedo. El cóctel es bastante delicado y se torna volátil en los
actuales avatares socio-económicos: una marea de datos
incomprensibles que finalmente dejan al ciudadano en la calle, sin
mucho futuro y con nulas perspectivas de bienestar social. A punto de
que nos estalle en la cara, a las puertas de una huelga general, el
problema de la violencia en el seno del Estado se nos viene encima.
Algunos, recordando a Hobbes, entienden que la mayoría absoluta puede resultar
cómoda, pero sabemos que llevar a cabo una política de
rumbo fijo puede resultar sangrante para los dueños del poder. En el caso de Grecia, el poder es mucho menos estable y sin embargo, la violencia y el caos que se adueñan de las calles me llena de estupor. Aquí ya hemos visto
algún amago de lo que parecen ser maniobras de calentamiento por
parte de las fuerzas del orden. De hecho, hoy he visto en la prensa a
una chica de no más de 14 años siendo zarandeada por un policía en
mitad de una protesta en contra de los recortes en educación del
Consell y por la situación de absoluta ruina de la hacienda
valenciana. Si hay un serio problema de desconexión entre la
sociedad civil y la política, si tenemos un serio problema de
credibilidad de cara a nuestras instituciones se deben aspirar a
mayores cotas de permeabilidad social y pedagogía política. Si esto
no es posible, dentro de la enorme incertidumbre que se vive, es
posible que la calle, con razón o si ella, se incendie llegando a
plantear el dilema del uso de la violencia, con el consiguiente
efecto autodestructor y trágico que puede tener ¿Qué clase de
estabilidad se puede generar si el poco poder que ahora ostenta el
leviatán lo usa sacando las garras contra sus valedores? Pero ¿qué
hacer si se prende la mecha y se produce la ignición de la calle?
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