lunes, 30 de abril de 2012

Racionalidad, irracionalidad e hiperracionalidad


Goya, Capricho 43, 1799


A medida que se profundiza en el estudio de la filosofía y los sistemas de pensamiento, la imagen de la filosofía como “paso del mito al logos” se difumina: tanto la idea de que el logos estaba desaparecido hasta la llegada de la filosofía como la idea de que el mito nos ha abandonado con la llegada de la misma son simplificaciones, frases de manual que escorzan la historia de las ideas para acomodarla a nuestra particular manera de entender este momento de la filosofía. Podríamos decir que esto se debe a que nos resulta más fácil entender la historia a base de rupturas radicales (como si al romperse el dique de las nuevas condiciones culturales, salieran las nuevas ideas y condiciones de vida en torrente arrasando con todo de la noche a la mañana), pero la razón más fuerte en este sentido es que que la emergencia del logos es entendida como un hito-ruptura con el pensamiento místico, simbólico, animista y tribal. En definitiva, el “paso del mito al logos” es visto como un momento de distanciamiento para con la irracionalidad, una historia narrada cual epopeya en estudios, libros de texto, clases y seminarios. Pero a poco que uno meta las narices en el ajo y bucee un poco, encuentra el asunto notablemente más complejo. El mito en absoluto nos ha dejado porque el mito está fuertemente unido a nuestra tendencia a entender la realidad mediante historias, ya sea para acercarnos a lo sagrado, lo intocable o lo atemporal. El mismo Platón gustaba de usar mitos para hacerse entender, y bien es sabido que la “participación” de los seres con las ideas propia de su teoría de las formas no deja de ser una suerte de metáfora, un modo de focalizar la atención en una figuración de la imaginación que intuye una realidad a la que es imposible desnudar más por medios racionales. Con todo, buena parte de la historia de la filosofía o, al menos, algunos momentos de ella, pueden leerse como un intento de desligar los elementos más afines a la fábula y al mito de la razón.

El capricho 43 (1799) de Goya es una buena manera de ilustrar el camino que esta epopeya racional, que comienza con la irrupción del término filosofía (en sustitución de sofía) continua en la modernidad al desplegar sus alas con renovada fuerza. “El sueño de de la razón produce monstruos, reza una inscripción en el lateral del escritorio del que podríamos llamar, nuestro sujeto racional dormido. Con la sugerente frase que aparece en el grabado, Goya recoge el testigo de una tradición que arranca en aquel “paso del mito al logos”. La razón, representada por el hombre dormido sobre el escritorio, deja que la oscuridad se haga dueña de las cosas y que toda clase de monstruos procedentes del más allá de la irracionalidad, la fábula y el absurdo lógico se cuelen en nuestro mundo para hacerlo suyo. Esta estampa, plagada de monstruos y deformes de miradas turbadoras que encarnan toda clase de supersticiones, imposturas y crímenes en nombre de la religión, exalta una razón que lejos de la vigilia es capaz de desterrar las fábulas que son capaces de encerrar a los hombres en creencias erróneas y absurdas. El iluminismo ilustrado se cuela en el lenguaje sugerente, misterioso y turbador de Goya. Lo cierto es que el grueso de las ideas de los ilustrados franceses y alemanes (él mismo tuvo fue llamado afrancesado por ser uno de los más notables hijos de la modernidad en España) se cuelan con razón en esta serie de grabados, dominados por una crítica (más o menos) velada hacia los excesos de la clase dominante de su tiempo, las imposturas de el clero (y en particular, de la inquisición) y la estulticie del las clases humildes. Y curiosamente, es a través de las miradas de los monstruos que revolotean en torno a un durmiente indefenso, en el lenguaje de lo turbador y lo ignominioso de lo irracional, en una historia de terror, en una fábula, el medio en que se reclama la presencia de la razón para traer al hombre su libertad e independencia. Y es que la historia es el medio en el que damos forma a nuestras ideas. El hombre está ligado al acto de crear y contar historias porque este es el método más habitual para entender y hacerse entender. Por este motivo hablamos constantemente de la epopeya de la razón como la forma en que el hombre se explica y a la vez exalta el proceso de racionalización del mundo desde su emergencia en la antigüedad hasta nuestros días.

Si volvemos en este punto a Platón y a sus mitos y dejamos de lado el radical corte entre la razón y la imaginación, entre la sistematización holista y el mito, la idea de la participación puede resultar ese punto ciego en el que la racionalidad se agota y necesita imágenes y fábulas para continuar. Es cierto que la teoría de Platón, si es algo, es un ejercicio racional de explicar el mundo y no una fábula (a menos que seamos correligionarios de Nietzsche, pero por ahí no tiraremos). Lo importante aquí es que hay una cierta continuidad entre lo mítico y lo lógico, y eso es algo que se repite en la historia de las ideas, pues no hay autor en la historia de la filosofía dentro del cual no se pueda encontrar alguna fábula o contacto con lo simbólico, la metáfora y lo mítico. No es posible desconectar la razón de lo fabuloso porque ambas cosas nos pertenecen y se imbrican, puesto que tenemos que contar (y re-contar) historias para entender el mundo. Y la historia de la razón es una historia más.

Llegados a este punto, sugiero darle la vuelta a la frase que aparece en el capricho 43, ¿y si una razón hipertrofiada produjera monstruos? ¿Y si una sociedad racionalizada hasta el hartazgo fuera ella sola monstruosa? Para Max Weber, la sola introducción de racionalidad en el mundo no alejó los fantasmas y monstruos del grabado de Goya, sino que los atrajo. Max Weber habló de la racionalización (y sobretodo, de sus grandes hijas, la ciencia y la burocracia) como “la jaula de hierro”. Los procesos de racionalización introducían seguridad y control, pero al mismo tiempo, inhumanidad. En este sentido teorizaron en la Escuela de Frankfurt desde los años 20', abriendo pozos de investigación que llegan hasta nuestros días. Estos intelectuales, inspirados por Max Webber vieron con sus ojos los horrores de la guerra, y entendieron que la epopeya racional no se había librado de los fantasmas de las fábulas, sino que ella misma, al menos como había sido legada por la tradición, era una fábula, un mito. La razón podía ser per se tan irracional como un mito, venían a decir. Lo cierto es que el universo mítico está relacionado con lo sagrado, con aquéllo que merece la atención, la reverencia y el respeto de los hombres. No importa si es una fuerza natural, una razón todopoderosa ultraterrena, un postulado científico o antropológico, porque en la medida en que algo merezca la consideración de sagrado, los hombres idearán una historia o un relato que legitime ese estado de sacralidad. Entonces lo sagrado devendrá mito, formará parte de un relato legitimador (mitificador) que lo acercará al más allá de lo intocable. Para muchos de estos pensadores, la razón no se escapa a esto: El iluminismo del s. XVIII culminó un proceso según el cual la razón devino mito al ser exaltada e hipertrofiada. La razón se expandió hasta la explosión, puesto que la sola idea de introducir racionalidad en la sociedad y en las conciencias de las gentes no terminaron de hacer realidad la paz perpetua. De hecho, las cosas fueron al revés si nos fijamos en las fechas y nos ponemos en la piel de cualquiera de estos pensadores.

No sabría decir con certeza desde qué momento esa racionalidad que pretendía la emancipación a través del control perdió su rumbo para ser hiperracionalidad. Es posible que en la actualidad su transformación  este ligada a la tendencia globalizadora y a la omnipresencia de internet. Lo cierto es que los procesos de racionalización de nuestros días se han convertido no ya en algo mitificado o trufado de mito (y por ende de fábula), sino en algo ya idéntico al mito. En principio, estos procesos son tan sacros que sus productos son analizados bajo estándares paridos por la propia racionalización, lo cual resulta una especie de antinomia, un auténtico ejercicio de irracionalidad. Estos procesos se reducen a “calidad y control de gasto”, resultando casi imposible salirse fuera, lo que da buena cuenta de que la “jaula de hierro” es fuerte, impermeable y por ello eficaz. La dificultad que se tendría a la hora de explicar un fenómeno a una tribu extraña mediante mitos que no formen parte de su haber puede ser una buena analogía para explicar porqué nuestros barrotes son tan poderosos y porqué ese “afuera” resulta tan complicado. Volviendo a la racionalización como mito, podemos ver que sus productos son, ellos mismos, objetos de veneración, como ocurre con los objetos surgidos de los mitos clásicos (dioses, lugares, imágenes...). Son totems. Con esto hablo no solo de nuestros actuales productos materiales, como ipads, notebooks, cafés de importación o comida congelada cocinada en modo 4, sino de productos y prácticas culturales como los mitines, como la publicidad gratuíta que brindamos a las marcas, los “me gusta” en facebook, teorías políticas del control de gasto pasando por una veneración a “la-democracia-que-tenemos” (lea esta perífrasis explicativa lentamente, como si estuviera muerto y caminara en busca de carne fresca).

La hiperracionalidad se caracteriza por una ruptura con los límites de lo humano y por unos monstruos racionales descomunales. Ella está por ella misma y podría decirse que ella se sirve de nosotros. Lo que está por ver es si el tejido nuestra sociedad hiperracionalizada se puede sostener apelando sólo a esa hiperracionalidad. Está por ver si una burocracia unidireccional puede ser compatible con una sociedad tan saturada de racionalización como de miedo, inmovilismo, xenofobia y privación de derechos, o si los barrotes terminan por ser tan fuertes que 2+2 acaben siendo 5.

sábado, 21 de abril de 2012

Brillantes martillazos VI: T.Adorno y M.Horkheimer

"Los productos de la industria cultural pueden contar con ser consumidos alegremente incluso en un estado de dispersión. Pero cada uno de ellos es un modelo de la gigantesca maquinaria económica que mantiene a todos desde el principio en vilo: en el trabajo y en el descanso que se le asemeja. De cada película sonora, de cada emisión de radio, se puede deducir aquello que no podría atribuirse como efecto a ninguno de ellos tomado aisladamente, sino al conjunto de todos ellos en la sociedad. Inevitablemente, cada manifestación particular de la industria cultural hace de los hombres aquello en lo que dicha industria en su totalidad los ha convertido ya. Y todos los agentes de ésta, desde el productor hasta las asociaciones femeninas, velan para que el proceso de la reproducción simple del espíritu no lleve en modo alguno a una reproducción ampliada".

"La industria cultural", Max Horkheimer y Theodor Adorno, en Dialéctica de la Ilustración, 1944.

viernes, 13 de abril de 2012

Asco, mucho asco (II)


Pulp Fiction, 1994 

Provocando un cierto horror, el asco emergió tímidamente desde la penumbra de lienzos y páginas de novelas hasta nuestros días, en los que con un fuerte espasmo estomacal, seguido de una fuerte convulsión interna, el asco es vomitado en las salas de cine de medio mundo en 3D. La imagen de espectadores riendo después ver el lanzamiento de un unos intestinos con efecto estereoscópico ha sustituido a los perturbadores sudores fríos de sillón y chimenea al escuchar a un cuervo hablar o a un muerto viviente arrastrar a un incauto a las profundidades de la tierra. Lo perturbador y lo asqueroso ya no son lo que eran. El fracaso de recuperar imágenes y retóricas románticas que no pasan de un manierismo forzado y patético (cuando no son más que popurrís vacíos con olor a merchandising) y el auge del mundo gore, serie B y zombi dan buena cuenta del cambio que el asco sufre. 

En el asco están por igual lo mental y lo físico. Es un proceso en el que están implicados resortes tanto fisiológicos (como por ejemplo, olores o sabores) como psicológicos (visiones y pensamientos). Lo interesante para lo que nos ocupa es que los resortes psicológicos pueden verse afectados por ambiente y cultura. Sea el asco o no parte de una experiencia estética (como es el caso en este post), estos  dos aspectos afectan de manera determinante a cómo termina siendo la experiencia repugnante. Nos suele suscitar mucho asco la idea de comer insectos o alimentos en mal estado, el sexo con animales y las vísceras. Pero en otros lugares, se comen insectos y "mal estado" resulta un término relativo. En definitiva, el asco es (al menos en parte) una construcción cultural, variable en función de coordenadas histórico-geográficas.  De hecho, es precisamente en virtud de esto por lo que el asco ha sido siempre algo mutable y en definitiva, lo que ha habilitado al asco un lugar dentro de la experiencia estética, como expusimos en el anterior post. Pero si lo que nos hace sentir esa sensación cambia ¿qué termina por ser el asco? ¿Somos caprichosos en torno a lo que nos suscita esa sensación? En definitiva: ¿no hay nada que atraviese transversalmente esa sensación angustiosa y repugnante? A este respecto, ya hemos dicho que hay algunos resortes psicológicos y fisiológicos que hacen que se dispare el “mecanismo” del asco, pero entendemos que naturaleza y cultura a veces forman un amalgama difícil de disociar en el que el resorte puede estar fuertemente condicionado por el ambiente. De este modo, las respuestas físicas puedan ser también objeto de metamorfosis cultural. Por supuesto, algunas respuestas a estímulos están bastante impresas en nuestra naturaleza, como nuestra reacción al oler los ácidos de la digestión, pero me interesa la relación que tenemos con el asco al nivel de la cultura, en ese nivel cambiante y menos condicionado físicamente. En este sentido, considero que sea lo que sea aquéllo que hemos interiorizado como asqueroso, con independencia de nuestras coordenadas culturales e históricas, lo asqueroso es entendido como límite. El asco es la línea roja que marca un cierto non plus ultra desde el punto de vista estético, moral e incluso cognitivo. Cuando algo raya lo asqueroso, suele incomodarnos porque el vértigo ante ese lugar inexplorado e inhóspito (lo que los filósofos postmodernos llaman no-lugar) nos golpea y aterra. 

Lo asqueroso en el arte dadá era un objetivo a conseguir. El artista trabajaba con la idea de causar escándalo y shock recreándose en lo feo y lo repugnante y señalándolo como límite. De hecho, los dadaístas pensaron que con su trabajo no era posible ir más allá, por lo que declararon que el arte había muerto. Ha llovido mucho desde entonces, y podemos afirmar que el dadaísmo se equivocó en muchos sentidos. El non plus ultra que los dadaístas pensaron intratable no solo cambió, sino que se revolucionó, dando un giro hacia el vacío. Con el fenómeno zombi, el universo gore y gonzo aparecen nuevas formas patéticas y extremas de asco: Litros y litros de sangre, miembros amputados, engendros, vísceras, “muertes creativas”...etc. En este contexto el asco no es visto como algo que nos pone alerta frente a una línea roja que no debemos cruzar, sino que se muestra vacío de esa sensación de repugnancia, alerta y vértigo. El límite se diluye. Lo perturbador en esas imágenes explícitas no es lo visto, no es el espectáculo grotesco, asqueroso y patétitco que se muestra, sino las reacciones que este nos provoca. Un buen ejemplo son las patéticas escenas de extrema violencia del cine de Tarantino, en las que la forma y el contexto en el que se esparcen vísceras, cabelleras, piernas y sesos nos asoman al abismo, no del límite de lo asqueroso, lo inmoral e ignominioso, sino todo lo contrario, al abismo de la ausencia de todo límite. El espectador atento sabe de sobra que lo impactante no es tanto lo que ve (belleza, vuelo de ideas y extrema violencia), sino la idea de que un mutismo moral campa a sus anchas ante la acción violenta y brutal del ser humano.

Ovejas Asesinas, 2006

Un mundo en el que nada nos impacta (vea ud. un rato la tele y no diga que no siente indiferencia), en el que todo puede estar justificado (lo que se empieza a conocer como postmoralidad) y no parece haber demasiado margen de maniobra individual es el que pone las condiciones para la desaparición de límites. Las vísceras y los huesos pudriéndose al sol no solo consiguen ponerlo todo del revés en la estética y en el cuerpo de los pobres zombis, sino que consiguen hacernos sentir el frío de la inhumanidad, la insensibilidad y la indiferencia. El gore y todos sus subgéneros dan cuenta, siempre desde ese lenguaje exagerado y risible, de la dependencia, la fragilidad y la tragedia del hombre ante los límites. En la “vuelta del revés” del asco extremo, uno percibe cómo lo inhumano se apropia de uno mismo y se “zombifica”: sin recuerdos, sin sentimientos, sin empatía y sin dolor. Sin embargo, parece que sin límites (lugares que marcan los lindes) para pensarse a uno mismo y al mundo, no hay punto de referencia y solo hay nada. Al mismo tiempo, los límites son nuestro corset, y solo mediante un regreso al universo limitado, repetitivo, reglado y no asqueroso (pulcro y aséptico) podemos evitar quedarnos atrapados y perdidos.

Concluido el viaje del asco, vale la pena preguntarse qué es lo que cada cual rescata del no-lugar sin límites al que las universos simbólicos de Tarantino nos transportan.  

viernes, 6 de abril de 2012

Asco, mucho asco (I)

Turner, Fishermen at sea, 1796

Las convulsiones en el mundo del arte rara vez se producen solas, porque como se suele decir, el arte no se genera en el vacío. Es cierto que el mito del genio algo tiene de cierto y que la ruptura de límites suele tener nombre y apellidos, pero en la aparición de nuevas formas, temas y lenguajes suelen estar imbricadas interesantes personalidades y cambios en la mentalidad y en la organización social. Cuando se producen estas convulsiones, lo habitual es que cambien las concepciones en torno a la experiencia estética, al tiempo que lo hace el aparato conceptual que la envuelve. De este modo, las cosas “vistas” u “oídas” cambian al tiempo que cambia la manera de describirlas. El caso paradigmático de esta mutación es el de la sublimidad o grandeza de la que hablaron los estetas del siglo de las luces. Por entonces, los estándares de belleza estaban comenzando a cambiar hacia lo que sería la “nueva belleza” romántica: océanos embravecidos, acantilados, ruinas oscuras sobre riscos olvidados, bosques infinitos...etc. En Los placeres de la imaginación (1712), Joseph Addison habló con estas palabras del impacto que podemos sufrir ante la visión de algo grande (o sublime en palabras de Kant): “la imaginación apetece llenarse de un objeto, y apoderarse de alguna cosa que sea demasiado gruesa para su capacidad. Caemos en un asombro agradable al ver tales cosas sin término; y sentimos un asombro agradable al ver tales cosas sin término; y sentimos una deliciosa quietud y espanto”. La idea de que el arte pudiera espantarnos era algo que comenzaba a tomar fuerza, aunque no fuera una sensación nueva. En estos casos, cuesta bastante saber qué fue antes, ¿huevo o gallina? ¿lenguaje estético o arte?

Las criaturas que más tarde florecieron durante el romanticismo abrieron de par en par las puertas al terror, ofreciendo metáforas de lo innombrable y lo oscuro.La imaginación era estimulada con toda clase de monstruos como los que aparecen en los grabados de Goya, que pretendían provocar algo más que un cierto “espanto”: vampiros, engendros, hombres lobo, brujas y demonios estimulaban los espacios inexplorados de nuestra intimidad, regurgitaban irracionalidad, morbo, inconsciencia y demencia. En suma: ponían delante figuras que jamás hubieran sido exhibidas por los artistas neoclásicos de una generación anterior. Este relato del terror se fue fraguando a lo largo de todo el siglo XIX, donde se dieron nuevas vueltas de tuerca: aparición de la sangre, miembros seccionados y detalles enfermizos y repugnantes. El Frankenstein de Shelley es una buena muestra del lugar que irían ocupando en el arte aspectos, temas y figuras cada vez más escabrosos e (in)humanos. Algo más tarde, con H.P Lovecraft, las palabras se quedaron vacías conceptualmente, por lo que hubo una cierta revisión del vocabulario. Con él, la irracionalidad y la muerte forman parte del imaginario del lector, al igual que el asco y el nudo en el estómago.

Rompiendo las barreras del universo simbólico clasicista, el caos, la deformidad, la angustia y lo asqueroso van abriéndose hueco, aunque siempre velados o como acompañantes. Si aparecía, el asco pululaba dentro de otras fórmulas estilísticas, pero siempre siguiendo unas formas que ya en en mentado ensayo de Addison estaban puestas: “en un objeto puede encontrarse alguna cosa tan terrible y ofensiva, que el horror y disgusto que excita supere al placer que resulta su grandeza, novedad o belleza. Pero aún entonces acompañará a este horror y disgusto una mezcla de placer proporcionada al grado en que sobresalga y predomine alguna de estas tres cualidades [: grandeza, novedad o belleza]”. Sencillamente, no era concebible el goce estético si solo había asco.

Con las obras realizadas por parte del arte Dadá lo feo y lo asqueroso toman conciencia como categorías estéticas de pleno derecho, algo que hasta entonces era impensable. Como hemos dicho, hasta el momento el asco era la sombra de la belleza y la región tabú del arte. Sin embargo, con este hito el asco ocupa el lugar central y lo asqueroso se convierte en el foco principal de la forma y el discurso del artista (que hace) y del esteta (que describe). Lenguaje y forma vuelven a metamorfosearse de tal modo que el asco y la fealdad ocupan tratados sobre arte y estética, violentando la esencia misma de esta última disciplina, tradicionalmente descrita como “la filosofía del arte y la belleza”. Por esto, Addison (y buena parte de nosotros) se horrorizaría al ver las cosas que hacía el grupo Dadá. Independientemente de si con el dadaísmo se reinventara o no el arte y la estética, de lo que no hay duda es de que este trabajo tocó con fuerza el mundo de la creación artística, reclamando un espacio para el lenguaje impactante y bruto del caos, el absurdo y de lo que aquí me ocupa, el asco. Como muestra de esto, se sabe de algunos montajes creados a partir objetos rescatados de la basura, como desechos y objetos inservibles y de otros especialmente obscenos y horrorosos en los que aparecían niños gritando blasfemias e insultos a los visitantes.

Antes de llegar a nuestros días, a formas propias de la cultura de masas y al sentido de lo asqueroso en el imaginario del hombre de hoy, me veo obligado a mencionar a Manzoni, muy influenciado por el Dadá. Uno de sus trabajos más impactantes fue una serie de latas de mierda (envasadas cual melocotón en almíbar, con etiquetado incluido) de las que aun se conservan unas cuantas en exposición. Parece que Manzoni, enfadado con la marcha de las cosas en el mundo del arte allá por los años 60, le soltó a un amigo: “estos burgueses solo quieren mierda”. Por lo que parece, fue dicho y hecho. Y aunque hoy día se duda de la autenticidad del contenido de las latas, el mito se aguanta porque ninguno de los propietarios de las obras se ha detenido, abrelatas en mano, a comprobarlo. En definitiva, le gusten a uno mucho o poco estas mierdas, o sea falso que el contenido sea realmente que el que aparece impreso en la etiqueta, el objetivo está claro: dar asco.

Manzoni, Mierda de artista, 1961


Ahora, ya no son obras de museo, sino películas de serie B, zombis, gore, violencia gratuita en todo género de creaciones culturales, rasgueos de guitarras ultra-estridentes, gritos guturales, creativos insultos escatológicos y demás creaciones las que dotan al asco como categoría estética de pedigrí y entidad propia.