jueves, 6 de febrero de 2014

Martillazos: Theodor Adorno



Quien hoy día elija por Oficio el trabajo filosófico, ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los proyectos filosóficos: la de que sería posible aferrar al totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento. Ninguna Razón legitimadora sabría volver a dar consigo misma en una realidad cuyo orden y configuración derrota cualquier pretensión de la Razón; a quien busca conocerla, sólo se le presenta como realidad total en cuanto objeto de polémica, mientras únicamente en vestigios y escombros perdura la esperanza de que alguna vez llegue a ser una realidad correcta y justa.

Theodor Adorno, Actualidad de la filosofía, 1931.

viernes, 10 de enero de 2014

Mamá, yo también quiero una bata blanca (2 de 2)

Flickr: -Snugg-

Imaginad que tenemos a dos médicos, con dos consultas bien diferenciadas que ejercen la medicina de manera completamente diferente. Los marcos teóricos que usa cada uno para definir cómo funciona el cuerpo humano, qué partes tiene y cómo se puede intervenir en él son completa y absolutamente inconmensurables, ya que cada cual entiende cosas completamente diferentes cuando habla del cuerpo, de la mente y la conducta, de los medicamentos y de la medicina preventiva. Ocurre además que sus respectivos diagnósticos y prescripciones son absolutamente intraducibles cuando acudimos a ambos con la misma dolencia. A uno lo llaman científico y a otro no, aunque lo desea o al menos, desea el mismo respeto que se le tiene al anterior. La cuestión de trazar la línea roja que separa lo que es ciencia de lo que no lo es bien podría haber nacido así. Desde sus inicios, enfrentó tesis logicistas, muy centradas en un criterio firme que protegiera la ciencia de intrusos, a ideas de corte historicista, que defendían que tal criterio era imposible de trazar dados los cambios que la propia definición de ciencia experimenta en el lento pero inexorable cambio de paradigmas.

Los defensores del criterio de demarcación Popperiano han ido asumiendo las tesis historicistas de T. Kühn, intentando flexibilizar un criterio de demarcación al que no se quiere renunciar. El popperiano de nuestros días quiere establecer claramente un criterio para distinguir cuál de los dos médicos anteriores opera con marcos científicos dando por hecho que la medicina puede cambiar radicalmente. Este empeño en ofrecer un criterio, por laxo que fuera, se ve como un intento por constreñir el pensamiento. Así, el intento por definir un criterio de demarcación se percibe como una especie de inquisición epistémica. De hecho, hoy día hay voces que entienden que este empeño no es más que un enorme error de enfoque. Poco a poco esta clase de críticas han ido calando, de manera que el debate sobre el criterio de demarcación se ha ido enfriando, hasta el punto en que hay quien considera que en realidad el problema no es si un saber es científico o no, sino si ayuda o no a enfrentarnos con la realidad y cómo lo hace.

Puede que obcecarse en las etiquetas "cientifico" y "pseudocientífico" no resuelva nada, porque de igual modo los saberes van a desarrollarse y a reclamar su espacio, ya sea en la ciencia o fuera de ella. Sin embargo, el problema vuelve a aparecer, porque la preocupación por averiguar cuál es el método óptimo para la investigación en ciertos campos y cuándo unos saberes se pliegan o no a esos métodos no se resuelve solo. Los temores siguen siendo los mismos: tener alguna seguridad de que estoy ante alguien que me va a curar y sabe qué hace y porqué esos métodos son más fiables que otros. Es muy cierto que lo que hoy se consideran pseudociencias mañana dejen de serlo y viceversa, pero la cuestión no es esa, porque médico y científico son sólo nombres de actividades y gremios que nosotros relacionamos con la verdad (o al menos, con la contrastación) y la eficacia, que es lo que realmente nos interesa. Los métodos de contrastación  y la eficacia son el auténtico caballo de batalla. Por eso creo que el criterio de demarcación es importante, no porque nos diga qué es ciencia y qué no, sino porque nos obliga a preguntarnos cuáles son los mejores criterios para validar las teorías y qué forma han de tener dichas teorías en ciertos campos. Las preguntas vuelven porque estaban ya en el intento por fijar un criterio. Así, sigue siendo importante señalar los titubeos y las regiones oscuras y ser escéptico, sobre todo en un momento en el que la laxitud en este problema ha hecho que las llamadas “medicinas alternativas” comiencen de nuevo a dar la tabarra con la bata blanca. Igual pasa con toda clase de teorías de lo oculto, e incluso con estudios sobre lo paranormal. No faltan escuelas Waldorf e incluso defensores del geocentrismo.

Tener o no bata blanca importa poco si no hay criterios epistemológicos claros o si directamente, no hay criterio alguno, sino anhelos, gusto por lo extravagante o simple interés en creer o hacer creer ciertas cosas. En este sentido, Gellner es bastante sagaz, sobre todo con las tendencias más escurridizas, las que nos cuesta clasificar:
Es perfectamente posible que el mundo contenga fuerzas o mecanismos que no estén cubiertos por las teorías científicas existentes, o sean incompatibles con ellas (...). En este punto surgen dos posibilidades. Una es que estos fenómenos o fuerzas estén sujetas a las convenciones de la investigación racional, a saber, todos los investigadores son iguales, la evidencia es desmenuzada en sus partes constituyentes, se debe excluir la circularidad en los razonamientos, las teorías son comprobadas(...). Si el fenómeno y sus explicaciones superan tales criterios, perfecto; pasará a formar parte del corpus de nuestro conocimiento racional.
La alternativa es que los adeptos o seguidores de fuerzas místicas usen la sorprendente naturaleza de sus manifestaciones no únicamente para desacreditar a las teorías existentes (un proceder perfectamente legítimo y racional), sino también para vindicar su exención, para el fenómeno o para sus privilegiados adeptos, de los métodos ordinarios de comprobación o escrutinio. Esta es la forma en la que los fenómenos místicos o mágicos hacen realmente su aparición en la esfera social: no sólo son sorprendentes desafíos a los patrones normales de eventos; también vienen acompañados de un status cognitivo especial. No están sujetos a las reglas ordinarias y simétricas de investigación(...). 
En la práctica, los seguidores de cultos irracionales no optan claramente por ninguna de las dos alternativas. Por contra, su posición es sistemáticamente ambigua, y esta especie de oscuridad, evasión y oscilación forma parte de su carta de presentación. Emplean una metodología de conveniencia. Si los descubrimientos les son favorables, la investigación ordinaria es bienvenida; en caso contrario, se invoca la naturaleza especial de la fuerza, su timidez para con los escépticos.
Creo que al menos a la larga, una teoría mal parida se suele refutar sola, dándose repetidamente contra el muro porque no tiene modo de encajarse y acaba por no encontrar referentes. El que desea una bata blanca, pero camina constantemente en el filo de la teoría irrefutable, invocando fuerzas que son de este mundo sólo a veces, o el que emplea formas autoreferenciales de discurso imposibles de contrastar puede llevar bata blanca, pero difícilmente sepa qué hacer con ella. Quien realmente persigue el saber, no la necesita.


miércoles, 8 de enero de 2014

Mamá, yo también quiero una bata blanca (1 de 2)

Flickr -Mary Margret-

Ser una persona "de izquierdas de verdad", un "auténtico artista" o tener una perfecta idea de "la realidad política", nos obsesiona. Sinceramente, creo que no sólo es una cuestión de identidad y verdad, sino también una cuestión de prestigio. Esto ocurre especialmente cuando hablamos de la "ciencia de verdad" frente a la pseudociencia, lo que trae importantes batallas dialécticas.

La llamada cuestión del criterio de demarcación mantuvo en pie de guerra a toda una generación de filósofos desde el periodo de entreguerras hasta el final del siglo XX: ¿Qué es ciencia y qué no lo es? ¿Cómo sabemos cuándo un saber ha cruzado ese umbral que lo encumbra al Olimpo del conocimiento?¿Cuándo se cruzan lineas rojas hacia la pseudocientificidad? Por entonces, la cuestión preocupaba por razones fundamentalmente epistemológicas. Se entendía que el hecho de que disciplinas como el psicoanálisis ocuparan un lugar en las facultades de ciencias, junto a los biólogos y los médicos era un importante error de concepción de lo que era la ciencia, que permitiría que disciplinas ajenas conquistaran su parcela en un lugar privilegiado del saber, anhelando prestigio y reconocimiento. Bajo este análisis, lo que se entiende por ciencia puede quedar gravemente lesionado si el criterio de demarcación es muy laxo, lo que supone una involución: la vuelta a la alquimia, a los barberos-dentistas, a la superchería y a la metafísica dogmática en cuestiones empíricas. Hoy día el problema tiene importantes implicaciones sociales y políticas añadidas, pues el criterio de cientificidad se considera decisivo en la concesión de fondos para la investigación y la educación.

Desde el primer momento, las precisiones sobre tal criterio enfrentaron posiciones logico-empiristas e historicistas en torno a la rigidez y la amplitud del cuello de botella que los saberes tenían que pasar para reclamar para si el título de ciencias.  Si la rigidez era máxima, resultaba que casi nada era ciencia. Todas las teorías pueden mostrar importantes errores de consistencia o de impermeabilidad a la refutación. Por otro lado, si el análisis pone el foco en la historia y la formación de las teorías consideradas científicas, la astronomía moderna y la física aristotélica pueden quedar al mismo nivel. Hagamos una síntesis de los dos polos en disputa:

A) Las teorías que se resisten a la refutación son no-científicas. K. Popper y su escuela se empeñaron en fijar el criterio en la resistencia que una teoría ejercía contra su falsación. Los conceptos y la propia estructura de las teorías pueden tender a evitar que los hechos que pretenden describir y predecir les lleven la contraria. De este modo, si nos encontramos con que los defensores de un modelo se ven obligados a reinterpretar las cosas para que encajen en su modelo teórico para que la realidad quede siempre salvada por la teoría (quedando a la vez salvada la teoría de cualquier evidencia en contra) tenemos razones para pensar que la teoría que se comporta así no es científica. Para validar una teoría lo que hay que hacer es enfrentarla a las predicciones más complejas que pueda hacer. Si las pasa, perfecto, la teoría acumula evidencia en su favor. Pero si ocurre que la evidencia puede refutarla pero no se resiste a ser falsada, interpretando los datos refutadores como evidencia a favor o neutral, podemos confiar en que esa teoría es científica. Cuando no ocurre esto y las teorías se ajustan y reajustan para ser siempre verdaderas, ocurra lo que ocurra, nos encontramos ante algo poco científico según Popper, ante arreglos (chapuzas) ad hoc.

B) Todas las teorías tienen fallas y se resisten a su refutación, intentando plegar la evidencia al marco de referencia. Los ajustes ad hoc son una práctica habitual. De lo contrario, en su misma concepción y presentación las teorías caerían ante todas las cuestiones no resueltas que suscitan. De hecho, es lo que parece que les va a ocurrir a las teorías nuevas que acaban derrumbando a las viejas. Al principio parecen un enorme disparate  y todo el mundo está en contra, pero con el tiempo se van consolidando, desbancando a la que había hasta que se oxidan y no pueden dar más de si, antes de ser sustituidas por otras más frescas, muy diferentes. Esto es así porque cada teoría maneja sus propios conceptos y referentes. Cada paradigma científico “hace el mundo” que describe, haciendo que una teoría sea intraducible a otra. El hecho de que se prefiera una teoría a otra para explicar un fenómeno realmente responde a otros criterios, muy diferentes de los tradicionales, como el criterio de utilidad o el de elegancia. Porque, ¿qué significa que una teoría describe “mejor” el mundo?

Los dos modos de ver esta cuestión arrojan diferentes maneras de concebir  tanto el criterio de demarcación como la ciencia misma. El primero suele ser la invocación favorita de las opciones más conservadoras, mientras que el segundo aboga por un criterio prácticamente inexistente que coloca en una situación embarazosa el concepto de progreso científico. La primera podría dejar fuera de juego cualquier idea consolidada en una serie de experimentos fallidos mientras que la segunda puede perfectamente dejar en igualdad de condiciones para diagnosticar y curar a un médico y a un homeópata. De hecho, los dos te dirán que sus prácticas se realizan acordes a sus particulares teorías y en la práctica, se puede observar que los dos son coherentes con sus marcos de referencia. La clave está en que ideas como "salud", "medicamento" o "enfermedad" son cosas diferentes para uno y para otro. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

ISO 9000

Foto: http://www.flickr.com/photos/25802865@N08/

Es casi un axioma del mundo de la publicidad: usar términos atractivos, que cuenten con simpatía pero a la vez de una cierta ambigüedad. Los yogures usan términos relacionados con la digestión, los perfumes con la sensualidad y los coches usan términos relacionados con la seguridad, el confort y la velocidad. Si se para a pensar, uno no tiene muy claro qué se le vende, pero le gusta porque no es raro desear cagar sin contratiempos, follar bien (y mucho) y ser al volante el amo de la carretera. En la educación la palabra mágica es calidad. La LOMCE la trae a bombo y platillo, como lo hacía la LOCE o la misma LOE.

La palabra mágica se puede leer en multitud de lugares, ya sea en una programación didáctica, en un programa de radio sobre educación, en una ley o en una manifestación. Todo el mundo la nombra cuando habla de educación, pero no se ilumina la cuestión porque cada agente parece hablar de cosas distintas cuando habla de calidad. Aunque se use como término reclamo, la idea no es una cáscara hueca, como ocurre en los anuncios. En origen, calidad es un término que se aplica a un servicio o a un producto. Es un estándar cuyo objetivo es precisamente el control de los procesos. Habitualmente, un estándar trae consigo un mínimo de homogeneización y racionalización, y al igual que ocurre con una cadena de montaje, esta entra en juego en el diseño y la puesta en marcha de un proceso de producción para cumplir eficientemente sus objetivos. Es cierto que la calidad puede dotarse de contenido de muchas y muy diferentes maneras, en función de contextos y finalidades, pero en el momento en el que este esquema irrumpe, el acento se coloca consciente o inconscientemente en el nivel sistémico: recursos económicos, BOE, capital humano y datos. Creo que muy lamentablemente, el término vicia en origen el discurso sobre la educación porque dejando de lado el hecho de que la dichosa palabrita está en boca de todos para no significar nada en la mayoría de los casos, cuando se llena de contenido la palabra mágica, obliga a poner el acento en el proceso general, llevando al simplismo normativo y holista que obliga a pensar la educación como un proceso que funciona siempre de arriba a abajo: desde la construcción y diseño del plan a la entrada de la materia prima para su procesamiento dentro del circuito a su posterior salida como producto acabado. Da igual si la educación persigue supra-humanos, emprendedores, luchadores o mano de obra dócil. Una escuela pensada bajo el eje fundamental de la calidad está pensada como una fábrica.

¿Si la fábrica produce lo que la sociedad desea, tampoco es tan trágico, no? A juicio del que escribe, la escuela no puede vivir solamente para la realización en los alumnos de los objetivos marcados por el estándar de calidad de turno. Podemos juzgar razonables ciertas cotas de estandarización para lograr una mayor cohesión social, pero hemos de ser conscientes que obsesionarnos con la calidad puede acarrear serios problemas si no se intenta contrarrestar la fuerte verticalidad que implica pensar la escuela de este modo. Porque es muy goloso desde el punto de vista político fijar un canon de lo que debe ser la calidad en educación porque resulta relativamente fácil juzgar si uno progresa o no, pues sólo hay que mirar arriba, saludar al criterio estandarizador y, como si se tratara del mundo de las ideas, mirar cuánto nos parecemos al canon para respirar aliviados o suspirar con amargura. Es cómodo, eficiente y rápido. Evita el debate y eso se traduce en más comodidad, eficiencia y rapidez. El informe Pisa, que tan a menudo nos saca los colores, es un buen ejemplo de cómo funciona esta manera de pensar al educación. Sin embargo, este esquema deja de ser goloso en la medida en que ata las manos de los agentes que realmente están educando, que se obcecan en la calidad y en el canon normativo, desatendiendo lo que se traen entre manos (niños y no tan niños), al pensarse siempre como parte como parte de un proceso que les viene dado y en el que participan sólo como engranajes. Así, aunque tengamos claro qué decimos cuando hablamos de calidad, pensar en estos términos puede ser un obstáculo, más que una bendición. Las necesidades locales y particulares se escapan al canon y estamos hartos de oír que si la educación no es lo más personalizada posible (sobre todo en las etapas más tempranas), el mensaje significativo se escapa y se corre el riesgo de reducirlo todo a simple instrucción, al aprendizaje de habilidades accesorias decoradas con datos carentes de significado.

Vivimos en un momento en el que cuesta encontrar significados compartidos. Si a eso le añadimos la emergencia de valores en ámbitos que resultan extraños, el cóctel es doblemente mareante. Al problema de dotar de contenido la calidad en educación, tenemos el problema añadido de contar con el control que ella misma genera, por su propia naturaleza, en un proceso que es sumamente delicado y que toca fibras que van más allá de la conciencia política.

martes, 4 de junio de 2013

¡Fanático!

Los niños también participan en la guerra, Horst Faas, 1961

No todas las mentes son idénticas. Descartes dijo aquéllo de que la razón es lo mejor repartido del mundo, pero añadió que la metafísica, el ámbito de las preguntas filosóficas últimas, no era precisamente locus amoeus. Muy posiblemente, Descartes advertía del angustioso laberinto que puede suponer el buceo en determinadas aguas, suponiendo distintas fortalezas mentales e incapacidad en algunos sujetos a causa de esto.  Se puede estar más o menos de acuerdo con la advertencia cartesiana, pero me inclino a pensar que puede tener consecuencias bastante contraproducentes para con el espíritu de la filosofía. Y no me refiero a la metafísica en particular, sino en general al filosofar como interés por encontrar los pliegues donde se nos esconde la pieza que se nos escapa para comprender. Porque ya que la filosofía no es el saber con mayúsculas ni tampoco la fábrica de la verdad, al menos puede ser el lugar donde descubrir qué se ignora y por qué se ignora. Y hay preguntas que sin ser metafísicas tienen más ultimidad a causa de su inmediatez, lo cual constituye motivo suficiente para no dejar que se nos escondan entre los pliegues de nuestros intereses y temores.

Me suelo preguntar ¿Qué es ser un fanático? Lo habitual dentro de este universo discursivo es ir al topos de la religión. Son clásicos las imágenes del fanático agitando el libro sagrado en una mano y una AK-47 en la otra, las sosegadas y venenosas palabras que se suelen sisear desde muchos púlpitos o los inocentes carros de los Amish. Se suele entender que el fanático es un sujeto dispuesto a todo que cree que sus creencias y acciones están refrendadas por una entidad supraterrenal o lógica universal. Desde una óptica estrictamente epistemológica, el fanático se descubre a partir de una serie de rasgos:

1. Realismo metafísico que,
2. Es refrendado por un sólido fundamentalismo epistémico que,
2.1 Suele usar esquemas causales lineales que evitan la complejidad que,
3. Tienen en la base una serie de creencias irrenunciables que se presentan como racionales o autoevidentes.

Lo habitual es dar por supuesto que la creencia en Dios (o alguna clase de ente sobrenatural, mísico o ideal) junto a una actitud inquisitiva marcan la diferencia entre una persona corriente y un fanático. Sin embargo, me inclino a pensar que independientemente de la validez y valor de la creencia religiosa, el asunto verdaderamente importante aquí es la llamada actitud inquisitiva, ya que la base de la mentada actitud, común a cualquier ultra, tiene en su base un dogmatismo intransigente que importa poco si tiene la etiqueta racional o divina. Y da lo mismo porque resulta que racional, tras unos cuantos siglos de dialécticas de todo género, logos multicolores y razones universales de variopinta naturaleza, racionales son muy poquitas cosas. Podemos afinar los argumentos (y de hecho, debemos) con el fin de cumplir un cierto criterio de racionalidad y esquivar así la ignorancia y la arbitrariedad, pero cruzamos una línea muy peligrosa cuando el criterio de racionalidad es dogmático y se inserta en esquemas epistemológicos como los que hemos descrito. Dentro de ese esquema da lo mismo si hay cháchara divina o no si las creencias no admiten ni una fisura. Si no hay ninguna concesión al escepticismo estamos delante de un sacerdote, sin más. Por eso, aunque las primeras preocupaciones que suelen surgir cuando nos preguntamos si somos o no fanáticos tienen que ver con la moral y la verdad, el evitar convertirnos en sacerdotes es, a entender del que escribe, anterior a esto. Esta pregunta, formulada seriamente, sería un paso que tiene que ver primeramente con la salud, debido a la ultimidad y delicadeza de la pregunta, que afecta profundamente a nuestra manera de ver las cosas y de dar respuesta a los interrogantes que la razón, como capacidad de duda, nos concede a todos por igual. Por eso, hay preguntas que están tan pegadas a nosotros que son algo más que metafísicas; son preguntas terapéuticas.